Amb el permís fufluner del Julio aquí teniu el primer CAPÍTOL de ORICALCO, la seva última brillant, deslumbrant i espatarrant novel.la.
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Per Sant Jordi, qui vulgui fer un gran i vertiginós viatge cap a l'Egipte antic i modern que s'hi apunti!!
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Apa, que la disfruteu!!!
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ÚLTIMAS PALABRAS
Jerusalén, 28 de julio de 1942
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... La voz del almuecín llamando a la plegaría de la tarde, desde lo alto de un minarete del barrio musulmán, quebró el monótono discurso de la hora. Jerusalén dormitaba bajo el sofocante calor del verano, aletargada al amparo de postigos entreverados y toldillas desplegadas; arrullada por una extraña melopeya, que era la suma del estridente canto de las cigarras, el ronroneo cansino de algún motor al aventurarse por las estrechas callejas y el girar monótono de las aspas de los ventiladores.
... Moisés Berg permanecía sumido en una apacible duermevela, estirado en el desvencijado diván de su consulta, con el estetoscopio rodeándole el cuello como una soga. Una vieja radio de galena, situada en un estante que pedía a gritos ser aligerado, amplificaba las últimas noticias procedentes de Europa y de América. El VI Ejército Alemán con el mariscal de campo Friedrich Paulus a la cabeza se abalanzaba sobre Stalingrado, dispuesto a librar una de las más terribles batallas de la II Guerra Mundial; mientras tanto, al otro lado del océano, el célebre Glen Miller anunciaba su propósito de alistarse en la Marina de Guerra de Estados Unidos.
... Se luchaba en todas partes, por tierra, mar y aire.
... El boletín horario terminó con Moonlight Serenade, la pieza más emblemática del compositor estadounidense.
... El médico abrió los ojos y se incorporó sobresaltado cuando el repicar de unos nudillos, golpeando con apremio en la puerta de la casa, hizo añicos la filigrana que dibujaban el clarinete y el saxo.
... Moisés se abotonó la camisa y descendió dando tumbos hasta el piso inferior. Retiró la falleba con la punta del pie, descorrió el cerrojo y abrió la hoja, topando, al instante, con el rostro arrugado de una mujer de mirada agria y ademán hosco. Era el ama de llaves de un reputado profesor inglés, que vivía retirado, junto a su esposa, en las dependencias de la Escuela Británica de Arqueología, ubicada de modo provisional en el edificio del Consejo Americano de Estudios Orientales. Le había visitado en un par de ocasiones a lo largo del último año. No gozaba de buena salud, y, para colmo, solía hacer caso omiso a sus recomendaciones.
... –¿Qué ocurre? –interpeló somnoliento–. ¿A qué viene tanta escandalera?
... –¡Que se muere, vamos, venga rápido! –espetó la mujer tomándole del brazo y tirando de él con obstinación.
... –¿Quién se muere? ¿El profesor?
... –Sí, el profesor. Empezó a encontrarse mal hace una semana. Llevados días encerrado en su habitación, sin apenas moverse de la cama –explicó ella de forma atropellada–. Su esposa no está, se marchó a Londres el mes pasado.
... –¿No le ha visitado ningún médico inglés?
... –No. Todos los médicos ingleses están en Egipto. Ya sabe, en el desierto,con Montgomery.
... –Está bien, está bien, espere un minuto –resolvió Moisés.
... El judío suspiró con desasosiego. No le apetecía lo más mínimo salir a esas horas, con aquel sol inclemente ardiendo como una maldición en lo alto, y menos para atender a un inglés. Los británicos, desde la Primera Guerra Mundial, ejercían un Mandato de la Sociedad de Naciones que convertía a la Ciudad Santa en un protectorado. En esa tesitura, las relaciones entre hebreos y anglosajones iban de mal en peor. Los altercados eran continuos. De todos modos, se dijo el médico para sus adentros, no podía negar su ayuda a nadie, ya fuera armenio, palestino o inglés. Regresó a la consulta y acomodó en su maletín aquello que en un rápido análisis consideró indispensable. Antes de echar la llave a la puerta de la casa, se calzó un sombrero de paja, de ala ancha, y al punto, llenando el pecho de aire y convicción, siguió a paso rápido a la mujer, que ya se perdía por el laberinto de callejas que era esa parte de la ciudad.
... Berg supo que William Matthew agonizaba nada más penetrar en la estancia que ocupaba en un extremo de la vivienda. El lugar permanecía sumido en una penumbra que parecía incitar a la muerte al merodeo, y el aire olía a viciado debido a la falta de ventilación.
... El anciano, de ochenta y nueve años, yacía en la cama como un muñeco descoyuntado. Su brazo izquierdo colgaba en el vacío, próximo a una mesilla de caoba en la que sólo se distinguía una lamparilla de queroseno y una jarra de agua. Sus dedos habían intentado atrapar un vaso en vano. El
suelo estaba lleno de fragmentos de cristal.
... –¡Qué desastre! –musitó el médico entre dientes–. ¿Porqué no me ha avisado antes? ¡No creo que pueda hacer mucho por él!
... –Usted no le conoce, ¡menudo carácter! –adujo la sirvienta, temerosa de que la responsabilidad por la muerte del profesor le pudiera ser imputada por conducta negligente–. Apenas he podido entrar aquí en los últimos días para servirle la comida. Y ni siquiera la ha probado.
... –Hágame un favor: vaya a buscar una jofaina con agua fresca y unos paños limpios. Este hombre está empapado en sudor.
... La mujer salió a paso rápido, con una farfulla ininteligible en los labios. Como primera medida, Moisés optó por abrir las ventanas de par en par, dejando que una leve corriente de aire espeso inundara el ambiente. Sentado al borde de la cama, rebuscó en el maletín y auscultó el corazón cansino de William Matthew. Se quejaba como el motor recalentado de un viejo Bentley avanzando a trompicones, cuesta arriba. Le tomó, al punto, el pulso en el cuello, apartando su larga y descuidada barba. Apenas treinta y nueve leves señales de vida arrastrada. Su piel ardía abrasada por la fiebre; con toda probabilidad, pensó, debida a una infección causada por algún alimento en mal estado. Tal vez una inflamación del riñón.
... A esa edad, cualquier cosa.
... El ama de llaves no tardó en regresar con un aguamanil y una palangana. Tras llenarla, le tendió al médico un paño de lino. Moisés empapó la tela y refrescó la frente del inglés, perlada por diminutas gotas. Fue entonces cuando el anciano alzó levemente los dedos y entreabrió los labios. Sumido en una incontrolable tiritona, parecía reclamar agua a gritos. El médico humedeció sus labios y le permitió beber.
... –Déjeme con él, se lo ruego… –pidió a la mujer, que no paraba de moverse alrededor del lecho–. Busque al director de la escuela. Dígale que quiero verle.
... Al quedarse solo, el judío abrió un estuche metálico y extrajo una jeringuilla, dispuesto a inyectar una dosis de penicilina al anciano. Le alzó la manga de la camisa y buscó la vena. Se disponía a hacerlo cuando William Matthew arqueó la espalda, despegando su frágil cuerpo de la sábana, y balbuceó unas frases extrañas e inconexas que llamaron poderosamente la atención del médico.
... Berg se aproximó a su rostro, buscando entender aquello que el profesor murmuraba desde el abismo de la sinrazón.
... –Los diez reinos de Ahâ-Men-Ptah –dijo entreabriendo los ojos. En sus pupilas brillaba un febril destello de locura–. Un segundo corazón, en Ath-Ka-Ptah. Oricalco…
... Repitió esa enigmática retahíla una y otra vez, hasta convertirla en una suerte de letanía hipnótica, mientras la perplejidad invadía el rostro del médico.
... Moisés recordó entonces haber escuchado en más de una ocasión esas mismas palabras, siendo sólo un niño, de labios de su padre, un rabino ultraortodoxo partidario de la instauración de la Ley Judía Bíblica, la Halajá.
... Siempre repetía que Israel era el Tercer Corazón de Ptah.
Los Tres Corazones de Ptah. Sólo una leyenda.
... William Matthew se desplomó de súbito, como si el ángel de la muerte hubiera cortado el fino hilo que le mantenía unido a la vida. Su cuerpo cayó a peso sobre el lecho. Moisés cerró entonces sus ojos y se quedó mirando al vacío con la jeringuilla en la mano. Permaneció ausente, ensimismado, hasta que una súbita ráfaga de viento aventó unas pocas cuartillas depositadas sobre una escribanía de persiana ubicada junto al ventanal.
... Una de ellas voló directamente hasta sus pies.
... No pudo evitar tomarla entre sus manos y recorrer a vuela pluma el críptico galimatías que era el texto. Se puso en pie y comenzó a caminar por la estancia, mientras le invadía la certeza de que aquel trazo nervioso, abigarrado, reflejaba la desesperación de un hombre que, consciente de su inminente fin, buscaba desprenderse de un pesado lastre.
... Con la estupefacción estampada en el rostro, el judío procedió a recoger las cuartillas dispersas por el piso. Conforme las ordenaba, sus ojos se iban posando en fragmentos aislados, retazos inconexos de una asombrosa historia jamás contada, mantenida en el más absoluto de los secretos.
... Dobló cuidadosamente esa confesión póstuma que el destino le brindaba de un modo tan providencial, y la guardó en su maletín poco antesde que Ralph Weisberg, el director de la Escuela de Estudios Orientales de Jerusalén, irrumpiera en la estancia.
... Para cuando lo hizo, seguido de cerca por el ama de llaves, Moisés rellenaba con parsimonia el certificado de defunción del profesor inglés, sentado junto al lecho.
... –¿Ha muerto? –interpeló Weisberg con voz trémula.
... –Sí. Lo siento, no he podido hacer nada. Nada.
...–¡Dios mío, qué desgracia! –afirmó el director cariacontecido. Se plantó como un poste al pie de la cama, entrelazó los dedos de las manos y suspiró–. ¡Qué gran pérdida para Inglaterra!
... El médico le dirigió una mirada conmiserada, de soslayo, sin dejar de afanarse en lo suyo.
... –William, hum, William Matthew... –recalcó Moisés releyendo lo escrito–. ¿Cómo se apellidaba?
... –Flinders Petrie, el honorable sir William Matthew Flinders Petrie –murmuró el inglés investido en una súbita aureola de pompa y circunstancia–. ¡Una eminencia, el mejor arqueólogo de todos los tiempos!
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Julio muy bien acompañado por dos bellezones
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